miércoles, 1 de julio de 2015

EL AUTOR DEL CARTEL NOS PRESENTA SU OBRA


PRESENTACIÓN DEL CARTEL CONMEMORATIVO DE LA BENDICIÓN DE LA IMAGEN DE MARÍA SANTÍSIMA MADRE DE DIOS EN SU LIMPIA, PURA E INMACULADA CONCEPCIÓN

Balcón del Concejo, 26 de junio de 2015

Fernando Curiel Palomares


Hermanos y Hermanas, Cofrades todos:

En primer lugar quiero agradecer a la Junta de Gobierno de la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Misericordia, María Santísima Madre de Dios en su Limpia, Pura e Inmaculada Concepción y San Juan de Ávila, el haberme concedido el singular privilegio de realizar este cartel y la confianza depositada en este servidor para ello. Tengo que decir que ha sido para mí un motivo de alegría, y que he disfrutado mucho con su ejecución, porque me ha servido para acercarme un poquito más a la Virgen.

También tengo que agradecer la presencia aquí de todos ustedes. Les invito a que me acompañen a recorrer brevemente el significado de este cartel, que he querido que sea un humilde homenaje a la Madre de Dios, una pequeña oración hecha con grafitos de color y tinta, un sencillo canto de alabanza que, mirado detenidamente, nos puede servir para meditar y orar, por todos los mensajes que encierra, pues también a través del Arte se llega a Dios.

Tengo que agradecer públicamente a D. Francisco Galiano su trabajo en la tipografía del cartel. Curro, como todos ustedes saben, es un gran Artista, y enseguida supo captar y plasmar la idea que yo tenía con respecto al texto: debía recordar en su morfología a los vítores sangre de toro que recorren los muros universitarios, y creo que lo ha logrado perfectamente. Todo el cartel en sí es un vítor que anuncia gozoso un gran acontecimiento: la Bendición de la Imagen de María Santísima Madre de Dios en su Limpia, Pura e Inmaculada Concepción. La fecha elegida, 12 de Septiembre de 2015, Festividad del Dulce Nombre de María.

La escena tiene como marco, como no podía ser de otra manera, el interior de la Capilla de San Juan Evangelista, templo universitario. En primer plano se observa a un grupo de monaguillo que, revestidos de sotana negra, roquete y la medalla de la Hermandad, llevan una serie de elementos, como preparándolos para que estén a punto para la llegada de María Santísima.

El niño que parece más mayor sostiene entre sus manos la corona de la Virgen. La corona es un signo externo que refleja la Realeza de María, Dogma que fue establecido por la Iglesia en 1954, cuya festividad se celebra el 22 de agosto. A pesar de la reciente institución de este Dogma, la Iglesia ha representado a María como Reina desde los tiempos del Concilio de Éfeso, en el Siglo IV. La Virgen es Reina de Cielos y Tierra por ser Madre del Rey del Universo, Jesucristo.

Otro niño porta sobre sus hombros la media luna en cuarto creciente, uno de los símbolos inmaculistas por excelencia. Su representación procede del Apocalipsis de San Juan: “…Vi una señal grande en el Cielo: una Mujer vestida de Sol, con la luna bajo sus pies y coronada de doce estrellas”. La Luna, como satélite, refleja la luz del Sol. No irradia luz propia, sino que proyecta la que procede del astro rey. Por analogía, al ser colocada a los pies de la Santísima Virgen, se quiere simbolizar que la luna refleja la Luz de María, que lleva en su vientre al Sol de Justicia, Jesucristo. Alegóricamente también se relaciona con el Triunfo del Cristianismo sobre el Islam.

Una niña coloca dulcemente una vara de azucenas en una jarrita de plata. En la tradición bíblica la azucena es símbolo de elección. Tal fue el privilegio del pueblo de Israel entre las naciones, pueblo elegido, y el de la Virgen María entre las mujeres de Israel, la elegida del Señor.

La azucena simboliza también el abandono a la voluntad de Dios, es decir, a la Providencia, que provee a las necesidades de los seres humanos: “Observad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan, ni hilan”. Así, abandonado a las manos de Dios, el lirio está mejor vestido que “Salomón en todo su esplendor”. En este caso el simbolismo está dirigido al abandono místico a la gracia de Dios.
Es además símbolo de la virginidad de María. La azucena es pudorosa y casta y es metáfora de pureza, inocencia, majestad y gloria. La simbología de la azucena distingue y adorna a la Madre de Dios, la Virgen María. Ella es la flor predilecta en el paraíso de la Iglesia; la más bella, la más perfumada de virtudes.

Simbólicamente, en este ramillete hay tres azucenas más abiertas, para representar la Virginidad de María Santísima antes, durante y después del parto. Iconográficamente los grande maestros de la Historia del Arte colocan las azucenas  en la escena de la Anunciación: Boticelli, Leonardo, Van Eyck, El Greco, Murillo, Zurbarán, Alonso Cano, Tiépolo… Frecuentemente junto a la Virgen aparece la jarrita de azucenas, o bien son portadas por el Arcángel Gabriel.

La niña por un instante ha dejado en el suelo una cesta que contiene las estrellas que formarán la corona de la Virgen. Estas estrellas aluden a la cita apocalíptica antes mencionada, “coronada con doce estrellas”. Es inevitable acordarse de las palabras que Dios dijo a Abrahám, nuestro padre en la Fe, cuando le prometió que su descendencia sería numerosa como las estrellas del cielo y las arenas de la playa. Las estrellas, por tanto, representan a todos los creyentes. Cristo, con su sacrificio en la Cruz, alcanza la Salvación para todos ellos, y, poco antes de morir, les entrega a María como Madre espiritual.

El número doce es también simbólico. Doce serán las tribus elegidas de Israel, el pueblo de Dios; doce serán los Apóstoles de Jesús, escogidos entre sus discípulos; y también el Apocalipsis hablará de las doce puertas de la Jerusalén celeste.

De esa misma cesta pende la medalla de la Hermandad, la Cruz donde el Señor de la Misericordia, el fruto del vientre de María, redime a la Humanidad. Y una filacteria con el lema “Sine labe concepta”, Sin Pecado Concebida. Por los méritos de Jesucristo, María es protegida del Pecado Original, y convertida en Madre de todos los creyentes.

Junto a este grupo de monaguillos descansa el escudo de Su Santidad el Beato Papa Pío Nono, timbrado con tiara papal y cruzado por detrás por las llaves de la Iglesia. Este Pontífice fue el  que el 8 de diciembre de 1854, en la bula “Ineffabilis Deus”,  proclamó el Dogma de la Inmaculada Concepción.

Ya mucho antes, San Juan de Ávila habló de la Inmaculada Concepción, y sus ecos resuenan en los muros de la Capilla Universitaria, herencia de aquel primitivo colegio dedicado a la Santísima Trinidad que el Doctor de la Iglesia fundó en 1538 junto a las Atarazanas. Así, un texto apena perceptible nos recuerda las palabras del Maestro Ávila dedicadas a la Santísima Virgen: “La Sacratísima Virgen María, por su singular privilegio, fue preservada de pecado original, tuvo vida limpísima y ajena de todo pecado: cuerpo limpio por virginidad y ánima tal que es llamada por Dios toda hermosa y que no hay en ella mancha”.

Dios escribe derecho con renglones torcidos, y es difícil llegar a la conclusión de que todo es fruto de la casualidad: esta Universidad, en la que San Juan de Ávila volcó gran parte de su vida, y ante cuyos alumnos tanto habló de la Virgen, fue una de las primeras en defender el Dogma de la Inmaculada Concepción, hace casi cuatrocientos años, más de dos siglos antes de que fuera oficialmente definido por la Iglesia universal.

Y hoy, la Hermandad Penitencial del Señor de la Misericordia, inscrita en esos mismos muros, teniendo por Titular al Santo Maestro de Ávila, se dispone a seguir proclamando a los cuatro vientos eso mismo: que María Santísima, la Mujer de Nazaret, la Esclava del Señor, la Llena de Gracia, la Bendita entre las mujeres, la Virgen del Sí, la Virgen del Haced lo que Él os diga, la Virgen al pie de la Cruz en el Calvario, la Corredentora y Mediadora de todas las gracias, la Emperatriz de Cielos y Tierra, fue concebida sin Pecado Original porque iba a ser la Madre del Hijo de Dios.

Ya Ella misma lo dijo cuando, al visitar a su prima Isabel, ésta la piropeó al saltar en su vientre el Precursor: “Desde ahora me felicitarán todas la generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”.

Eso es lo que se representa en la escena del fondo: un grupo de siete nazarenos porta gallardamente el Simpecado de la Hermandad, insignia que, Junto a la Bandera Concepcionista, anuncia este Misterio. Tras ellos, parece vislumbrarse una luz, quizá como si el paso de Nuestra Señora, con su candelería  encendida, perfumado de flores y  rodeado de una nube de incienso, acaso se dispusiera en un futurible Lunes Santo, a realizar su Salida Procesional por las calles de nuestra Ciudad. Aunque eso será, como se suele decir, cuando Ella quiera.

Soñemos, Hermanos, como ese monaguillo más pequeño, que, de espaldas a nosotros, observa atónito y expectante la escena. Ésta debe ser nuestra actitud al contemplar las cosas de Dios: la de un niño pequeño e inocente que nunca pierde su capacidad de asombro ante tales maravillas. Debemos acoger la venida de la Imagen de Nuestra Señora con esa disposición, la de hijos amorosos que esperan con ansia la llegada de su Madre, que desde ya la quieren y la veneran, que la miman y la invocan, que la obedecen y le rezan, que la observan y la imitan, que se acogen bajo su manto como pequeños polluelos cobijados y amparados por su maternal protección. Que Ella nos bendiga, nos colme de bienes y nos libre de todo mal. Así sea.



No hay comentarios:

Publicar un comentario