martes, 19 de febrero de 2013

BENEDICTE PP. XVI, QUO VADIS?


Como una desconcertante marcha atrás este febrero de 2013 verá morir una época antigua. Todo lo que nos parecía inamovible, tradición inveterada, sólida roca, a las 8 de la tarde del 28 del presente mes habrá quedado señalado como el inicio de un aparente derrumbe. Hemos visto morir papas -muchos rezando su agonía en la plaza de San Pedro- y hemos acompañado su sepelio entre dolidos y esperanzados, porque moría un papa y otro habría de venir. Pero este 28 de febrero, a una hora marcada, perderemos un papa como quien asiste a una función programada. Duro está siendo para todos, para el Papa el primero, porque justo lo atípico de cuanto podremos ver manifiesta lo extraño del suceso.


En cierto modo percibimos que se marcha como con prisa, como quien deja la maleta a medias. Sabíamos –él se encargaba de recordárnoslo tantas veces- que no era mito, quimera teórica, sino una realidad que sospechaba real y sincera. Pero no lo queríamos creer. Y cuando ha ocurrido nos ha cogido a todos por sorpresa. Cierto que lo atípico del acto parece que conlleva de por sí sorpresa, porque la muerte es esperable en un papa pero no su renuncia. Y siendo acto inesperado, sorpresivo, desconcierta más aún su premura, su como precipitación. Porque ahí quedará lo que habría sido su encíclica sobre la fe sin ver la luz. Como el mismo año de la fe, que habrá de llegar a término sin el papa que lo convoca. Extraños sucesos para quien no gusta empezar algo sin saber si lo puede llevar a término, de tal modo que si lo empezó es porque sospechaba que le habrían de quedar fuerzas para concluirlo.


Pero pronto hemos empezado a tirar de enciclopedias, del saber de los historiadores de la Iglesia, para ver normal lo que intuitivamente se nos antojó anómalo. Y mal argumento resultó el histórico, porque las veces que la historia vio tal hecho de una renuncia papal, no resultaron ser tiempos favorables para la Iglesia. Pero no ha de querer el buenismo sino el que nada perturbe su paz, una paz forjada a costa de severos ruidos que de tanto sonar ya apenas se escuchan. Pero el Papa ha querido decir a gritos –delicados gritos- que se marcha porque el mundo se encuentra sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe. No por cansado y anciano, sino que en su cansancio y ancianidad se encuentra incapaz para llevar el timón de la barca de Pedro en un mar cuyas olas parecen anegar gravemente la fe.  


No es la edad, es la misión lo que está impedida, por la certeza clara del alcance de la batalla contra la vida de la fe y de las difíciles aguas en las que transcurre, que no es otra que un mundo sometido a rápidas transformaciones, y la incapacidad para hacerle frente. “Attamen in mundo nostri temporis rapidis mutationibus subiecto et quaestionibus magni ponderis pro vita fidei perturbato ad navem Sancti Petri gubernandam et ad annuntiandum Evangelium etiam vigor quidam corporis et animae necessarius est, qui ultimis mensibus in me modo tali minuitur, ut incapacitatem meam ad ministerium mihi commissum bene administrandum agnoscere debeam.


Y cuando uno escucha, en el asombro, la razón de su marcha no puede más que sorprenderse por cuanto se percibe que esa perturbación a la vida de la fe, que ese mundo sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, enfrenta una batalla tanto fuera como dentro de la nave de PedroY que son las sacudidas de dentro de la nave las que han causado principalmente su renuncia. Así ha querido remarcarlo el Papa dos días después de su discurso de renuncia, en esa homilía del miércoles de ceniza. “«No entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para mostrar el rostro de la Iglesia y de cómo en ocasiones este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial.”


Difícil se hace no concluir una dura observación: que el timón de la nave de Pedro quizá no le resulte gobernable al Papa no sólo por la bravura de las aguas sino esencialmente por los problemas en el puente de mando. Por eso lo apresurado de la renuncia, porque el timón ya no le obedece, que otros ponen palos en su giro, impidiéndole manejar la nave de Pedro en un escenario inmediato de peligro cierto. Como si todo estuviera en curso, como si las cartas de navegación avisarán de gravísimos escollos próximos que exigieran unas manos fuertes al timón. Constatando que objetivamente no resulta imposible el manejo de la nave, pero su edad, sus pocas fuerzas, la bravura del mar, lo novedoso de la ruta (ese mundo sometido a rápidas transformaciones) y los impedimentos que encuentra junto al timón, le están impidiendo de hecho dirigir el rumbo.

Porque ya nos había dicho antes en conversaciones con Peter Seewald que la renuncia era un derecho para matizar inmediatamente que podría llegar el caso en que incluso fuese un deber. ¿Y no nos está diciendo ahora que el timón le es ingobernable en un momento en que la nave peligra? Como si nos dijera que debe ser otro el que con fuerza sujete el timón, porque en sus manos habremos de chocar. Y no contra arenas de tierras ignotas sino contra escollos que atacan gravemente a la vida de la fe. Y no porque le falte pericia, o a causa de su poca fuerza, sino porque sospechara que, de seguir en el puente de mando, quizá otros a causa de su poca fuerza habrían de pervertir el rumbo usando dolosamente sus manos al timón de la barca de Pedro.

Por eso esta renuncia deja un sabor agrio –tal es la grandeza del Papa que perdemos- pero al mismo tiempo dulce. Agrio porque nos abandona una luz en tanta oscuridad; agrio porque nos reconoce que dentro de la nave de Pedro intestinas luchas le acometen; agrio porque se nos confirma lo crítico de los tiempos, en un mundo que quiere creer que es el mismo de ayer pero que está sometido a transformaciones que ni él sospecha, donde los equilibrios hasta no hace mucho conocidos empiezan a derrumbarse; agrio porque cuando más necesaria era la pericia en el timón, la pronta obediencia a las órdenes de capitanía, la sintonía en el combate, se nos constata que el enemigo hace estragos en las propias filas… Agrio entonces, pero dulce por cuanto la renuncia ha desbaratado los planes que pretendieran el aprovechamiento de una vejez para fines espurios. Porque con un movimiento insospechado, el enemigo encuentra no el jaque mate, Dios quisiera, sino descubierta su estrategia. Y si quiso aprovechar la debilidad de un Papa anciano, la pérdida de sus facultades, para tomar decisiones que atacarían directamente la vida la fe, con su renuncia se ha desbaratado el plan. Porque ya no podrá usar la máscara de la incapacidad para decir en boca de otro, sino que habrá de darse batalla de nuevo a la luz de la evidencia, a la luz de un cónclave.
Pero el acto de la renuncia ha abierto nuevos interrogantes que producen confusión en el alma de los fieles. No es un paso sencillo, ni de cómodas hechuras. Tanto que está queriendo el Papa recalcar la gravedad de su decisión y que ha sido tomada en libertad. Que no en comodidad, ni en circunstancias favorables. Alertando que por grave que sea el hecho, así ha sucedido y que quien haya de venir legítimamente, legítimamente ha de ser Papa. Diciéndonos que ahí han de estar nuestras fidelidades, porque la nave de Pedro será zarandeada, pero en Dios está su futuro.
Y es este el aspecto desconcertante, porque quien tiene las llaves del tiempo, quien es dueño del mañana, el mismo Señor de la historia, ha señalado desde tiempos antiguos un difícil futuro para este periodo de la historia. Y bien que se pudieron mirar tales avisos con alegre indiferencia tiempo atrás, o con soberbia displicencia en estos tiempos, pero el mismo modo en que concluirá este pontificado se antoja necesario para llamar la atención a un hecho tiempo atrás predicho: que entramos en tiempos más difíciles si cabe donde está en juego no ya posturas o sensibilidades “eclesiales” sino la misma vida de la fe. Y como dijera el mismo Papa en su encíclica sobre la Esperanza, apagada la vida de la fe -la ciudad de Dios-, instaurada la ciudad del hombre, “un «reino de Dios» instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en «el final perverso» de todas las cosas…”. Tal es la gravedad de esa batalla contra la fe, que no es otra que la batalla contra el mismo Dios, contra su misma creación, contra la totalidad del hombre. Por eso si Benedicto hubiera muerto como Papa no habría novedad en su final, pero el mismo hecho de su renuncia, anómala, extraña, resulta tan signo como el rayo sobre san Pedro, como el terremoto de este fin de semana sentido en Roma, como el meteorito caído en Rusia. No digo que éstos señalen lo anómalo de esa renuncia, sino que la misma renuncia es un signo tan severo que debe ser acompañado de otros para enmarcarlo en piedra tallada, y así resalte, se quiera o no. Como si hubiera querido el Cielo dar un golpe de campana inequívoco para alertar de que entramos en tiempos especiales y nada fáciles. Pero al mismo tiempo, como si hubiera querido el Cielo entrar en esos tiempos recordando que Él también es Señor de la historia y que si el mal triunfa, es porque Él se lo concede. Porque no ha permitido que se haga de este Papa instrumento de decisiones perversas y al mismo tiempo ha querido que su pontificado termine con un signo poderoso más allá de lo que estamos acostumbrados. Como si tirando abajo, con su renuncia, los pilares de una tradición inveterada -que el papa ha de morir papa- anunciara no ya la caída de una tradición, sino la zozobra que va a abatir a toda auténtica tradición.

Pero que tal cosa sea posible, que tal batalla a la totalidad sea posible, parece querer negarse. Unos, desde dentro de la Iglesia, pretendiendo ver ocurrido como “normal” porque ya antes había ocurrido o porque es razonable tal es su vejez. Como si no hubieran muerto papas abatidos y agotados de puro viejos y no mostrara la historia que las renuncias nunca se decidieron en dulces momentos. Y otros, desde fuera de la Iglesia, porque no comprendiendo que sin fe no habrá nada, se han apresurado en tirar cohetes como si la renuncia del Papa fuera la puerta abierta al sacerdocio femenino, a la liberalización sexual o a la homosexualidad bendecida. Que la batalla es a la totalidad en ambos casos no se percibe, pero desde fuera de la Iglesia la visión de cuanto ocurre es más certera aunque equivoquen la naturaleza de cuanto ocurre, porque al menos perciben el verdadero objetivo de la batalla espiritual que nos atenaza. Y así, mientras que los bienpensantes de dentro apenas quieren entender la claridad con la que se ha expresado el Papa, desde fuera de la nave de Pedro vislumbran en el fragor de las aguas lo que verdaderamente está en acto: el que el intento de demolición de las verdades de la fe ha entrado en una nueva fase. 

De esto, de todo esto ha alertado lo profético tiempo atrás. De lo que estaba en juego, y de las fases de esa batalla. Y de que, por muy terrible que nos hubiera de parecer, habría de llegar el asalto final. Pero como los místicos -lo profético- habla sin profundidad, sin cuarta dimensión, sin la claridad del tiempo, todo se agolpa en un inmediato presente carente de relieves definidos. Y así, entrados en este punto de la historia de la Iglesia, en esta innegable realidad con la que muestra su rostro la Iglesia actual, mancillada en su santidad con tantos pecados, tensiones y rivalidades, es donde la renuncia de Benedicto XVI habla con voz propia, descaradamente inconfundible. Ya no es normal lo viniente porque quizá no ha sido normal el final de este papado. Porque quizá la anormalidad de su término se erige en notorio mojón que señala una alerta, un peligro, cuanto menos una extraña situación, como dando a entender que esa fase última de una batalla cierta pudiera dar inicio y requiriera de tal señal.


Pero si es cierto que el final de este papado está alertado a quienes están prontos para ver lo que otros no ven (que llamativa está resultando la dureza de su corazón por cuanto ni tales señales les agitan), la mirada al frontispicio de lo profético para procurar entender cuanto sucede está resultando confusa. Cierto que la dimensión temporal -la necesaria trabazón de los hitos unos tras otros- falta en lo profético que muestra en un mismoplano temporal sucesos que han de “sucederse” unos a otros, sin que se perciba sus cuándos por mucho que se perciban sus porqués; cierto que esa dimensión tan humana de los “años” apenas se percibe en lo profético, cuyas claves no son temporales sino morales (no importa el qué ha de venir, sino el qué está pasando moralmente tal que de continuarse habrá de ver dicha profecía); pero si se nos escapan los años no se escapa una dimensión temporal: que estamos en los tiempos que habrán de ver el triunfo de María y que ese triunfo habrá de venir precedido del sufrimiento del Papa, de la Iglesia.


¿Cómo habrá de ser ese advenimiento de María? ¿Qué trágicos sucesos habrán de precederlo? De Fátima sabemos que su precio será la sangre del Papa y de la Iglesia. De san Juan Bosco que la obra de tal triunfo requerirá la valiente lucha de los papas al mando de la nave de la Iglesia. Pero si de Fátima apenas comprendemos los hitos -sólo percibimos el sufrimiento hasta el paroxismo- de san Juan Bosco sabemos una certeza: que duros tiempos sobrevendrán al papado, tales que los hijos del maligno celebrarán su aparente destrucción para dolorosamente e inmediatamente después comprobar, sin acabar de creerlo, que lo creían destruido se eleva seguro hasta la coronación de su triunfo y la derrota del mal.


¿Cómo encaja todo esto en el rico panorama profético? Es curioso que de nuevo una profecía sale fortalecida en todo esto: san Malaquías. Y tal como la entendía el padre Igartua. Porque para él era de esperar que hasta el extraño advenimiento del final de los tiempos proféticos con ese Petrus romanus (lo que podría equivaler al triunfo de María) habría de sufrir la Iglesia la peor de las persecuciones de tal modo que el papa reinante sería recordado como in persecutione extrema.


Y si bien es cierto que todas estas profecías no nos dicen otra cosa que lo viniente será un paso por la cruz, sin indicar si habrá de durar mucho, si habrásede vacante, si habrá cisma... al menos si que se nos da una indicación tranquilizadora: que la sede de Pedro será de Pedro, y que el dulce Cristo en la tierra gobernará las riendas de la Iglesia. Por todo ello, entre otras cosas, humildemente entiendo que cuanto hayamos de ver en breve no nos habrá de negar una evidencia: el que pase lo que pase habremos de saber donde camina Pedro por duro que nos resulte el camino para seguirle. Cierto que puedo estar equivocado, pero reconozco que no quisiera, que no quisiera que esta confusión en la que nos movemos hubiera de resultar tan confusa como en aquellos tiempos en que vio la Iglesia hasta tres papas conviviendo en el tiempo sin saber cual era el bueno.

César Uribarri.

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