viernes, 8 de junio de 2018

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, FUENTE DE LA MISERICORDIA


La Iglesia ve en la devoción al Corazón de Jesús la más completa profesión de la religión cristiana. Conduce al fiel a la viva conciencia del amor de Dios, a la vinculación personal con el Redentor, impulsa la vida de oración y sacramentos, así como la acción social, cultural y política de los cristianos en el mundo.

En el convento francés de la Visitación en Paray-le-Monial, Santa Margarita María Ala­coque (1647-1690) tuvo unas revelaciones por las que conoció su misión especial: vivir totalmente unida al Corazón de Jesús, asimilando en todo sus sentimientos y voluntades, para reparar por los pecados del mundo; y difundir a toda la Iglesia esta devoción mediante una fiesta litúrgica. Con la ayuda providencial del jesuita San Claudio La Colombière, esta misión, humanamente imposible, tuvo admirable cumplimiento.

Pío IX instituyó la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús para la Iglesia universal, y los Papas, en varias encíclicas, ilustraron y recomendaron esta espiritualidad preciosa, difundiéndola por todo el pueblo cristiano: León XIII, Annum sacrum (1899); Pío XI, Miserentissimus Redemptor (1928); Pío XII, Haurietis aquas (1956); etc. De este modo, por primera vez en la historia, una espiritualidad concreta, la im­pulsada por Santa Margarita María, venía a ser reconocida por la Iglesia como una síntesis genuina de la espirituali­dad cristiana, universal y católica.

Espiritualidad especial y espiritualidad común.

La devoción al Corazón de Jesús, cuando es vivida con especial intensidad, es decir, con algunos acentos o medios particulares, puede constituir una espiritualidad especial. Pero de suyo, atendiendo a sus rasgos principales, es una síntesis auténtica de la espiritualidad común de todo el pue­blo cristiano, y la Iglesia ve en ella «la más completa profesión de la religión cristiana» (Haurietis 29).

En efecto, en la devoción al Corazón de Jesús se contienen todos los elementos principales de la espiritualidad cristiana. El cristiano, gracias a ella, cobra una viva conciencia del amor de Dios manifestado en el Corazón de Jesús; ve a la luz de esa misericordia su propia miseria y el pecado del mundo; se vincula al Redentor, a través de su humanidad sagrada, con una relación acentuadamente personal y amorosa, también afectiva; desarrolla una conciencia sacerdotal, y por tanto victimal, que lleva a ofrecerse con Cristo al Padre, para expiar por los pecados propios y ajenos; ayuda así a participar profundamente en la obra de la Redención de la humanidad…

Es, pues, una espiritualidad que, totalmente unida con Cristo Rey para el avance del Reino de Dios en el mundo, fomenta una vida claramente eclesial, impulsa la vida de oración y de sacramentos, la abnegación, la dirección espiritual y el apostolado, y como podemos comprobar en la historia de la Iglesia, lejos de producir una espiritualidad intimista y retraída, estimula con gran fuerza la acción social, cultural y política de los cristianos en el mundo.

El Reino y el mundo.

La devoción al Corazón de Jesús, a partir sobre todo del siglo XIX, se difunde en el pueblo cristiano precisamente cuando los católicos liberales entran en clara complicidad con el mundo. Y en este sentido, esta espiritualidad ayuda mucho a los fieles a ser muy conscientes del pecado del mundo; a vivir libres del mundo, y consiguientemente, del Diablo y de sus engaños, y a ser capaces por tanto de actuar sobre el mundo para mejorarlo, sanarlo y elevarlo, consagrándolo a Cristo Rey.

De hecho, se ha mostrado en los últimos siglos como la espiritualidad más fuerte y profundamente popular, la más capaz, llegado el caso, de guardar fidelidad hasta el martirio –pensemos en México, España o Polonia–. De ahí, quizá, precisamente, la especial aversión que hacia ella sienten los cristianos amigos del mundo, y el empeño que han puesto en falsificarla y desprestigiarla.

Universalidad.

La devoción al Corazón de Jesús, precisamente por su centralidad subs­tancial, muestra al paso de los siglos una rara capacidad para asimilar espiritualidades aptas para todo el pueblo de Dios, como la infancia espiritual de Santa Teresa del Niño Jesús. Todo lo cual hace de ella en la historia de la Iglesia, la última gran espiritualidad, que por su esencialidad y sencillez, al mismo tiempo que tiene fuerza para conducir a la perfecta santidad por los medios ordinarios de la Iglesia, logra en el pueblo cristiano –lo mismo en Estados Unidos o en Polonia, en México o en Filipinas, en Iglesias locales recién nacidas o en otras de antigua tradición– una universalidad que a otras espiritualidades más específicas, lógi­camente, no les es dada.

J.M.Iraburu/InfoCatólica

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